El caldo de pollo
Original
de: María Esther Cruz Ramón
Adaptación:
Ramsés Parral Hernández
Esta
historia sucedió en la década de 1950. Cuando un joven llamado Fermín, de 25
años no quería trabajar. Sus padres estaban cansados de tener que mantenerlo y
se lamentaban no haberle dado una enseñanza más provechosa para la vida. Todos
sus hermanos, que eran varios, ya eran hombres y mujeres responsables, con
hijos y familias bien establecidas. Ninguno de ellos dependía de sus padres,
los visitaban y trabajaban las tierras para mantenerse.
Sin
embargo, Fermín no daba su brazo a torcer y seguía cómodamente aprovechando la
bondad de sus padres, que ya eran mayores. El padre, que trabajaba la siembra
desde las cinco de la mañana le pidió a Fermín que se fuera a trabajar con él;
pero Fermín fingía estar enfermo, sentirse mal y cientos de pretextos más. Hasta
que un día, doña Mireya, su madre, angustiada por el bienestar de su hijo, tomó
una decisión difícil; pero que estaba segura le iba a servir bastante.
Le
dio a Julián un costal lleno de frijoles y dinero.
-Mira,
hijo. Esto te servirá para que comiences a volverte independiente. Tu padre y
yo ya estamos viejos y no te vamos a vivir siempre. Debes empezar a defenderte.
Es por tu bien.
-Pero
mamá, esto que me haces no se le hace nunca a un hijo. Me estás corriendo de mi
propia casa.
-No
hijo. Te lo doy de corazón y sé que saldrás adelante. Lo que tu padre trabaja,
apenas alcanza y debes comenzar a mantenerte y más si tienes familia.
-Nunca
te perdonaré, mamá.
-No
digas eso , hijo. Mira, estos dos huevos los acaba de poner la gallina. Te van
a servir.
El
joven, enojado depositó los huevos dentro de los frijoles del costal. Se lo
cargó y comenzó a andar enojado con su padre. le costó mucho trabajo comenzar
de cero, pero la bendita mano de su madre fue la que, seguramente, provocara
que los huevos que había guardado entre los frijoles, tuviera pollitos y estos,
más y más. Hasta que logró tener un corral con varias gallinas y pollos que
bien le alcanzaban para sostenerse a él y, después a su esposa e hijo.
Al
paso de dos años. Fermín, nunca había vuelto a casa, ni siquiera un saludo
había enviado a sus padres. Su papá, se puso enfermo y falleció. No fue al
entierro, porque se sentía herido. Él había provocado que lo echaran de la
casa. Entonces, su madre, al ver que todos los hijos habían ido al entierro y
al velorio, menos él; decidió ir a buscarlo.
Justo
esa tarde, a Fermín se le había antojado un caldo de pollo calientito, con
verduras y y tortillas doradas remojadas en él. Estaba a punto de sentarse a
comer, cuando Doña Mireya tocó la puerta de madera de la casita de Fermín. Al
ver que se trataba de su madre, pidió a su mujer algo inaudito:
-Es mi
mamá. Guarda el caldo de pollo, que no me va alcanzar y seguramente me va a
pedir. Tápalo con esa cazuela.
-¿Es en
serio, Fermín?
-Sí, haz
lo que te digo.
Le
abrió la puerta. Doña Mireya le dio un abrazo fraternal a Fermín. Estaba
orgullosa de lo que había logrado su hijo, el más pequeño. Él la invitó a
pasar; pero no tuvo las palabras en su boca para recibirle y reconocer que
seguía enojado con ella. Entonces, después de haber platicado a su hijo cómo
falleció su esposo, se atrevió a ponerse de pie y levantar la cazuela que
cubría el caldo.
-No
levantes eso, madre. No hay nada para ofrecerte.
Doña
Mireya sabía que había caldo porque su experiencia lograba percibir el
delicioso aroma. Supo que no quería darle de comer. Aceptó, más apenada que él
la indicación. Pasado un rato, se despidió de su hijo, su nietecito de meses y
de su amado Fermín.
Al
sentarse Fermín, pensativo en la mesa, para esperar su plato de caldo, escuchó
el grito de su mujer, que precedió a un desmayo. Se puso de pie y observó
dentro de la cazuela del caldo, en vez de pollo había una serpiente.
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